Manuela Trasobares

Manuela Trasobares Haro (Portbou, Girona, 1962) es una creadora polifacética —mezzosoprano, pintora, escultora y artista fallera—, además de filósofa y política. Fue la primera concejala trans en España, integrando la corporación municipal de Geldo (Castellón) por Acción Republicana Democrática Española entre 2007 y 2011. En entrevistas recientes prefiere definirse simplemente como mujer y rechaza la categoría de “transexualidad” así como, en general, los regímenes de clasificación identitaria (Moya, 2023).

Esa autodefinición constituye un desplazamiento de la identidad del terreno diagnóstico al de la enunciación y afirma su autoridad. La biografía temprana se lee como genealogía de esa voz: el acceso al taller de Salvador Dalí en Port Lligat (Cadaqués) encauzó su vocación plástica; la participación en el coro escolar anticipó la disciplina que sostendría su trayectoria lírica. El traslado a Barcelona a los diez años y el inicio clandestino del tratamiento hormonal a los trece formaron parte de esa misma gramática de aprendizaje corporal y vocal. En 1978, un accidente ferroviario en el que murió su amigo Martí Vilaret marcó un punto de inflexión; poco después viajó a Londres para someterse a la cirugía de afirmación de género, abandonó los estudios y reorientó su práctica hacia la creación artística. En su autobiografía, fechó la intervención quirúrgica a los dieciséis años y la vinculó con el suspenso de dos asignaturas en COU (Trasobares, 2022: 85-86).

Su formación plástica y lírica configura una matriz expresiva: articula una voz que combina experimentación estética y presencia pública. Entre 1992 y 2008 su trayectoria lírica se acreditó en espacios mayores —Gran Teatre del Liceu (Barcelona), La Scala (Milán) y Palau de la Música (València)— y en espectáculos propios: Algo más que una voz (1992), El grito de los Castratti (1996) y Trasobarismo en estado puro (2008). En 2011, tras finalizar su legislatura como concejala en Geldo, decidió retirarse de la primera línea mediática para intensificar una investigación autodidacta sostenida. El conjunto perfila una trayectoria que desborda marcos identitarios convencionales y entiende la escena —teatral, mediática e institucional— como un espacio de intervención sobre la mirada social.

En 2022, publicó Voluntad de poder, un ensayo híbrido que combina capítulos de análisis político-filosófico con secciones de marcada densidad autobiográfica. La primera parte inserta pasajes testimoniales y la segunda (2022: 233-286) concentra el bloque abiertamente autobiográfico. Incluso en las entrevistas, se precisa el pacto genérico: “una editorial me invitó a hacer un libro de lo que yo quisiera. Entonces hablé de lo que más me interesaba en ese momento, que era hablar sobre lo que es el poder” (Moya, 2023) y “he hecho un libro […] no precisamente una autobiografía” (Velduque, 2024). Estas declaraciones dialogan con la advertencia interna: “no va a ser una autobiografía en su totalidad” y que, en un futuro, profundizará en “cómo viví mi transexualidad toda esta época histórica” (2022: 33).

Su identidad de género se teje en una cadena que va del decir a la encarnación: la niña que repetía “nena” y que se vestía con delantal y cofia (2022: 236-239); la fantasía de convertirse en una majorette (2022: 242-244); el maquillaje “muy suavemente” para ir al instituto tras el relajamiento de la vigilancia moral en 1975 (2022: 267). Los insultos normalizados en la calle (2022: 237), el “cuarto oscuro” de casa, el “cuarto de las ratas” del colegio (2022: 241-242, 260) y el examen humillante del doctor escolar (2022: 239), entre otros, compusieron una economía de coacciones —familiares, escolares, médicas y sociales— que, al disciplinar el cuerpo, instauró un control difuso y constante y, paradójicamente, volvió legible la existencia sexodisidente.

Pero no hay vida sin contrapesos. En torno a esa red de control, emergen vínculos de seguridad afectivos y creativos que desvían la fuerza del daño: el espacio de juegos abierto por la tía Mercedes y la prima Merceditas, donde el deseo encontró un margen de legitimidad (2022: 238-239); el taller de Dalí en Port Lligat, entendido como mentoría simbólica —ahí se reconoció una aprendiz y una creadora, no un “caso” (2022: 246-251)—; las amistades (M.ª Rosa, Gabrielle, José Luis Lorite, Martí Vilaret) que instituyeron cuidado, complicidad y horizonte intelectual; y la comunidad trans de la Rambla, que ofreció pertenencia a la vez que expuso los límites materiales de la supervivencia (2022: 266-270, 283-284). En esa trama, la onomástica resulta decisiva: el alias “Imogene”, inventado por su prima en el cine (2022: 242-243), estabilizó por un instante la circulación en femenino y dejó rastro de veridicción.

Lejos de teorizar la performatividad, el relato la pone en acto: el cuerpo se erige en argumento central y la materia en dispositivo crítico. Así se evidencia, en particular, en el fragmento relativo a la silicona:

Estoy llena de silicona y no me ha pasado nada. Es más, yo misma me la puse. Soy escultora y como tal me moldeé a mí misma. […] Yo soy dueña de mi cuerpo. […] A mí me da igual morirme […] después de 45 años a causa de la silicona que la he disfrutado como una loca. Es más, con todo lo que he hecho yo misma en mi cuerpo, jamás he tenido problemas. […] Las cirugías que me han hecho los médicos sí que me han supuesto problemas. Sobre todo, los diversos cambios de prótesis mamarias. (2022: 206-207)

La narración invierte la jerarquía de legitimidades: frente al orden clínico y su mercado de prótesis, la autoaplicación se afirma técnica de autofigura y de libertad. Cuando aparece el daño, la voz lo ubica en la cadena clínico-mercantil; cuando emerge la potencia, la atribuye a la decisión encarnada.

Ese mismo pulso late en pasajes donde la agresión se cuenta sin rodeos:

En ocasiones, sin pensarlo, dejaba los juguetes de niño y me ponía a jugar con los de mi hermana […]. Cuando me sorprendían [mis padres], me pegaban hasta sangrar, insultándome, despreciándome. […] Sus bofetadas nacían de un odio que en el fondo quería llevarme a la muerte. Mis padres odiaban mi feminidad, querían matarla. No existía nada peor que ser una niña en un cuerpecito de niño. Cuando ahora veo casos de transexuales infantiles y cómo sus padres entienden su naturaleza […] me pongo a llorar de rabia, de lo triste que fue mi infancia. […] No fui nada feliz, todo eran castigos y tenía un gran complejo de culpabilidad, no había solución. (2022: 236-237)

El relato encadena golpes, insultos, humillaciones y, al mismo tiempo, los reordena desde un presente que ha aprendido a leerlos para medir el cambio de condiciones del pasado a la actualidad. La pregunta por la verdad recae en la consistencia del montaje que vuelve legible la experiencia y la sitúa en un mundo: así, la escritura ejerce poder al abrir un espacio de enunciación donde la vida se constituye públicamente.

Ese espacio se expande también hacia la intemperie socioeconómica. El trabajo sexual, narrado sin romanticismo, aparece por efecto de la expulsión estructural: “en los años ochenta, todas juntas pasando frío y calamidades en una esquina del campo del Barça. Estábamos haciendo de putas. En esa época no se podía escoger otro camino. Nadie nos quería” (2022: 227). La frase evita moralizar o compadecer: registra decisiones dentro de las limitaciones y una agencia que opera en márgenes estrechos, con costes reales, mientras afirma la condición de dueña del propio cuerpo.

Toda su propuesta se sostiene en una consigna metodológica: “aprender a desaprender” (2022: 199). Implica desmontar lenguajes patologizantes y cronologías que presentan el progreso por defecto, desactivar binarismos que fundan la violencia normativa y abandonar el contrato autobiográfico que confunde una lista de datos con la producción de verdad. “Pues yo pienso en un mundo propio fabricado por mi experiencia vivida. ¡Y NO CONSIENTO QUE NADIE FABRIQUE MI EXPERIENCIA VITAL O CONSTRUYA MI PENSAMIENTO!” (2022: 213), y así asienta una ética de la lectura y de la escritura: la vivencia es argumento por cómo se compone y se ofrece a la mirada de otros.

Voluntad de poder demuestra que, en Trasobares, ética y política forman una misma dimensión del narrarse. La autobiografía funciona a la vez en clave de testimonio y autoconstrucción: moviliza memoria encarnada, disputa regímenes de sentido y de género, y convierte el cuerpo en lugar de soberanía y prueba. La poética del color, la cadena decir-hacer-sanción y la materia articulan un dispositivo que redistribuye autoridad: del diagnóstico externo a la enunciación propia. La lectura exige posicionamiento: asumir la responsabilidad del testigo y someter a crítica las normatividades que sostienen la violencia. Esa exigencia se ancla en dos afirmaciones que recorren el libro: “Siempre, desde que tengo uso de razón, he sabido que yo era una mujer” (2022: 239) y “quiero decidir el destino de mi vida […] nadie tiene que decidir por mí” (2022: 213). De su convergencia nace una política de la vida contada: la verdad solo puede ejercerse en primera persona.

Rosa Mª CONESA CORTÉS

 

Fuentes primarias

TRASOBARES HARO, Manuela (2022), Voluntad de poder, Valencia: Hidroavión.

 

Materiales adicionales

MOYA, Ricardo (2023), “Manuela Trasobares: Renacer y Dominar | #ESDLB con Ricardo Moya #371”, El Sentido De La Birra [episodio de podcast], s.p. Acceder

VELDUQUE, David (2024), “Más allá del ‘Tira la cola’ El escándalo con Manuela Trasobares | Sabor a Queer 2×32”, Sabor a Queer [episodio de podcast], s.p. Acceder

 

Cómo citar este trabajo

CONESA CORTÉS, Rosa Mª (2025), “Manuela Trasobares”, en Catálogo de memorias disidentes, MASDIME – Memorias de las masculinidades en España e Hispanoamérica, Universitat de Lleida, fecha de consulta.

http://www.masdime.udl.cat/profile/trasobares/